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¡, también yo soy prostituta! respondió con apresuramiento, casi con orgullo, una muchacha no menos bien trajeada. Estaba muy contenta de verse en la sala del tribunal, donde todo le gustaba. Había ya cambiado algunas miradas con el joven abogado. ¿Y usted? ¿Quiere prestar juramento? , con mucho gusto. ¿Ve usted, Karaulova?

Era un joven abogado condiscípulo suyo en el colegio de Santa Bárbara primero, y en la facultad de derecho más tarde. Tenía, con poca diferencia, la misma edad que Amaury. Vivía con desahogo, pues disfrutaba de una renta que podría estimarse en unos diez mil pesos; pero no era, como su compañero, de esclarecido linaje. Se llamaba Felipe Auvray.

El abogado suspiró, limpió lentamente sus anteojos, y observó: Tendrá en sus manos la administración de todo, y, por lo tanto, será difícil saber lo que desaparece, o cuánto guarda en su bolsillo. Pero, ¿qué motivo pudo tener Blair, o qué se posesionó de él, para haber dictado semejante cláusula? ¿Usted no le hizo notar la locura que cometía? , se lo hice notar. ¿Y qué le dijo?

Ustedes dos conocían muy bien a mi difunto cliente observó el abogado, después de algunos preliminares. ¿Saben si existe alguna persona a quien pudiera ser de provecho su muerte repentina? Esa es una pregunta extraña dije yo. ¿Por qué? Es que tengo motivos para creer explicó con cierta vacilación aquel hombre moreno y de facciones afiladas, que ha sido víctima de una infamia.

Creíase dueño absoluto de su fortuna sin que se le pasase por la imaginación los derechos que sobre ella tenía su mujer. Pero últimamente un amigo le abrió los ojos. Hablando de la enfermedad que aquejaba a la duquesa, le preguntó con naturalidad si tenía otorgado testamento. Este amigo, que era abogado, daba por resuelto que la mitad de la hacienda pertenecía a D.ª Carmen.

Llegaron al piso bajo y estaban orientándose para llegar á la cocina, que tenía una puerta al patio, cuando del lado del vestíbulo, hacia la derecha, se oyeron unos pasos. Los fugitivos se detuvieron en un rincón y Mauricio miró en aquella dirección y murmuró: ¡Es Bobart! Herminia sintió un horrible temblor. El abogado avanzaba con una linterna en la mano y su inevitable escopeta en bandolera.

»Lo que no ha podido quitarle La cotorra de El Valenciano al Bazar del Papagayo, es la tertulia de prima noche, lo mismo en invierno que en las demás estaciones del año, pero principalmente en la de invierno. Allí acuden puntualísimos, en cuanto comienza a anochecer, el párroco y los dos coadjutores, el médico viejo don Cirilo, el procurador Ajete, el abogado Canales, y Chichas, antiguo y ya retirado tendero de la plazuela del Maravedí, donde hizo el capitalejo con que ahora vive de holgueta.

¿Y tu marido?... No hablemos de él, ¿quieres? El pobre me da lástima. Tan bueno... tan correcto. El abogado asegura que pasa por todo y no quiere oponer obstáculos. Me dicen que no viene á París, que vive en su fábrica. Nuestra antigua casa está cerrada. Hay veces que siento remordimiento al pensar que he sido mala con él. ¿Y yo? dijo Julio retirando su mano.

Por todos lados se oía decir: Nadie, ¡bah, no habrá nadie! Pero el señor Gibert, el abogado que se había sentado en primera fila, y que hasta entonces no había dado señales de vida, levantose tranquilamente y dijo: «Tengo comprador para los cuatro lotes juntos en dos millones doscientos mil francos.» ¡Esto fue como un rayo! Un inmenso clamor seguido de un gran silencio.

¡Cáspita! exclamé yo muy serio, acordándome de lo que había gastado en los tres días del último carnaval de mi vida de estudiante. ¡Ahí era un grano de anís!... Pero no sabía yo, don Pelegrín, que fuese usted abogado. Y no lo soy, ¡ca!...; porque verá usted lo que pasó.