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La ocasión como he dicho es hoy más propicia que nunca. Para no perderla anhelamos tu auxilio. ¿Nos le concedes? Dime cuál es vuestro plan respondió Morsamor. En Benarés replicó Narada reina hoy el tirano musulmán Abdul ben Hixen.

En la conjuración se había guardado profundo secreto. Nada sospechaba Abdul ben Hixen. La mayoría de su gente de armas, aunque era de muslimes, discurría por la ciudad, sin cautela ni reparo y se divertía en la fiesta, requebrando a las mozas y retozando también con ellas. El sultán, no obstante, se hallaba encastillado en la fortaleza, en cuyo centro se levantaba el regio alcázar.

No podía ya morir peleando y matando, pero podía y debía morir en seguida antes de caer en infamante cautiverio. Abdul ben Hixen ya pidió con ruegos, ya ordenó con furia que le matasen a los cuatro soldados fieles que estaban cerca de él, al médico impasible y al jefe de los eunucos que le miraba lleno de asombro y temblaba como un azogado.

Cuando vio a las claras que sus soldados habían sido vencidos, que la plebe triunfante había invadido la fortaleza y que ya se disponía a romper las puertas y a entrar en el alcázar, su desesperación fue completa y horrible. Abdul ben Hixen se jactaba de su nobilísima estirpe. Pretendía descender, por una ilustre serie de monarcas guerreros, del propio Mohamud de Gazna el Grande.

Un traje la civilización romana, otro la Edad Media; el frac no principia en Europa sino después del renacimiento de las ciencias; la moda no la impone al mundo, sino la nación más civilizada; de frac visten todos los pueblos cristianos, y cuando el sultán de Turquía, Abdul Medjil, quiere introducir la civilización europea en sus Estados, depone el turbante, el caftán y las bombachas, para vestir frac, pantalón y corbata.

No bastó la habilidad de los raptores y no bastó el secreto con que la ejercieron, para que Balarán dejase de presumir y aun de tener por seguro que el tirano Abdul ben Hixen, ardiendo por Urbási en lascivos amores, era quien la había robado y quien en su harén la guardaba cautiva. Entonces Balarán no vaciló un instante. Forjó su plan y lo realizó con presteza de acuerdo conmigo.

Sin oír ni aguardar contestación alguna, Abdul ben Hixen desenvainó con rapidez el acicalado yatagán de doble filo que de rico talabarte le pendía, fijó en el suelo la costosa empuñadura, cuajada de diamantes y esmeraldas, y poniéndose en el pecho la agudísima punta, se arrojó encima con tal ímpetu que se traspasó y destrozó las entrañas con la ancha hoja, quedando muerto en el acto.

Los mosqueteros encendieron las mechas valiéndose del eslabón y el pedernal que en los esqueros llevaban. Abdul ben Hixen se alzó con sobresalto de su lecho, se vistió, se armó y se dispuso al combate.

Sintió pasos detrás de él, volvió la cara, vio a Tiburcio que le seguía dispuesto a ayudarle, y con mirada expresiva se lo agradeció sin pronunciar palabra. No era menester que la pronunciase; Tiburcio lo había adivinado todo y se puso delante de Morsamor, como para servirle de guía. Así llegaron a la cámara, donde yacía muerto Abdul ben Hixen. El humo era sofocante.