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El aire es tibio, el cielo casi diáfano... Allá abajo, al extremo del camino, yérguese un viejo fantasma de paredón, resto de algún vetusto templo.

Su vida había sido un amargo y desbordado rodar hacia abajo, como todas las vidas y todas las cosas, hacia las negras aguas del misterio. Y aconteció que la misma noche que un periódico publicaba el elogio rimado de su risa, una de esas sombras que cantan canciones lúgubres y corrompidas en la alta noche, me dió la nueva amarga. ¡La pobre ha muerto hoy en el hospital!

27 Y vi una cosa que parecía como de ámbar, que parecía que había fuego dentro de ella, la cual se veía desde sus lomos para arriba; y desde sus lomos para abajo, vi que parecía como fuego, y que tenía resplandor alrededor

La pobre Leonora entró en el vicio por la puerta grande. De un golpe se sumergió en todas las vilezas aprendidas por aquel vejestorio en su larga carrera por camerinos y bastidores. Boldini hubiera querido conservar eternamente a su discípula; nunca la encontraba suficientemente preparada para hacer su debut. Pero de allá abajo, apenas si venía dinero.

Temblaban de miedo al entrar en ciertas gargantas en cuya oscuridad brillaba el fogonazo y silbaba la bala, al no obedecer ellos al ¡boca abajo! de los guardias emboscados. Algunos compañeros habían muerto en estos malos pasos. Además, los enemigos se vengaban de las largas esperas al acecho y de la inquietud que les inspiraban los caballistas, dando tremendas palizas a los de a pie.

Huyó de la catedral, triste, aprensivo, dudando de la Humanidad, de la Justicia, del Progreso... y apretando los dientes para que no chocasen los de arriba con los de abajo.

Un momento después acababa de echarla abajo el gigantesco arquero y los fugitivos entraron por fin en aquel momentáneo refugio. ¡Vos arriba, señora! exclamó el barón indicando á Doña Leonor la escalera de piedra, en tanto que Duguesclín y sus compañeros derribaban malheridos á los cuatro agresores más próximos.

Fermín le temía sin odiarle. Veía en él un enfermo, «un degenerado», capaz de los mayores extravagancias por su exaltación religiosa. Para Dupont, el amo lo era por derecho divino, como los antiguos reyes. Dios quería que existiesen pobres y ricos, y los de abajo debían obedecer a los de arriba, porque así lo ordenaba una jerarquía social de origen celeste.

Le incomodaba la perenne sinfonía de la lluvia que se deslizaba por los canalones abajo o retiñía en los charcos causados por la depresión de las baldosas. Quedábanle dos recursos no más para combatir el tedio: discutir con su suegro o jugar un rato en el Casino.

Casi al mismo tiempo que se hacía este triste descubrimiento, gritaba Pito desde abajo volviendo la mirada hacia los de arriba: ¡Hay hombre, puches, y hasta con su resueyu correspondienti! ¡Arriba con él sin tardanza! gritó Neluco entonces desde lo alto.