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Su único placer, después del trabajo, era el paseo; pero un paseo de horas, casi un viaje, hasta bien cerrada la noche, apareciendo inesperadamente en cortijos situados a varias leguas de la ciudad.

El único que tiene sabor exquisito, delicado, embriagador, es la mujer... Mejor dicho, las mujeres, si es que usted no se ofende.... ¡Las mujeres! ¡muchas mujeres!... Unas por uno, otras por otro, casi todas merecen ser amadas.

Todo es positivo y racional en el animal privado de la razón. La hembra no engaña al macho, y viceversa, porque como no hablan, se entienden. El fuerte no engaña al débil por la misma razón: a la simple vista huye el primero del segundo, y éste es el orden, el único orden posible.

El muchacho se parecía por lo bueno y lo guapo al único hijo que los viejos habían tenido; un pobrecito que había muerto siendo soldado, en tiempos de paz, en un hospital de Cuba. Todo le parecía poco a la seña Eduvigis para el aperador. Reñía al marido porque no se mostraba, según ella, bastante amable y solícito con Rafael.

Es ó no verdad lo que se sustenta, es ó no útil lo que se propone, aquí lo único á que se ha de atender; lo demas es extraviarse miserablemente, es olvidarse del fin de la deliberacion, es jugar con los grandes intereses de la sociedad, es sacrificarlos al pueril prurito de ostentar dotes oratorias, á la mezquina vanidad de arrancar aplausos.

Te advierto también que el Cura es el único hombre, fuera de nosotros dos, que sabe lo que se guarda en esta pared.

El clima de Londres extremaba la enfermedad de Gabriel, y a los dos años tuvo que trasladarse al continente, a pesar de que el país británico, con su absoluta libertad, era el único suelo donde podía vivir tranquilo e ignorado.

La opulenta cabellera retorcida en lo alto del cráneo y las curvas voluptuosas que tomaba la seda en ciertos lugares del masculino traje eran lo único que denunciaba á la mujer. El capitán olvidó su desayuno, entusiasmado por esta novedad. ¡Era una segunda Freya: un paje, un andrógino adorable!... Pero ella repelió sus caricias, obligándole á sentarse.

El único ruido que se oía a todas horas, desde que, hacía ya diez años, se había abierto la clínica, era tan regular, suave y metódico, que no se advertía, como no se advierten los latidos del corazón o el acompasado sonido de un péndulo. Lo producía un enfermo que llamaba a la puerta cerrada de su habitación.

El Tuerto, que iba materialmente embutido entre las dos ballestas traseras del carro, era el único que recordaba un poco lo que él mismo había sido antes.